martes, 23 de agosto de 2011

Las niñas perdidas, Cristina Fallarás



Como imaginaba, ha sido ponerme a leer esta novela y olvidarme del tiempo, del espacio y del verano soleado que por fin llega a estos lares, para centrarme solo en la historia llena de crudeza, violencia y terribles imágenes que no van a desaparecer de mi mente así como así. Cristina Fallarás sigue fiel a su estilo de historias vivas y descarnadas que no dejan indiferente a nadie y que es imposible comparar con nada ni con nadie. Una de esas historias que te atrapan, que te hipnotizan, que tienes que seguir leyendo por más que sientas arcadas y quieras dejar en libro o saltarte párrafos enteros. Me pasó con Así murió el poeta Guadalupe y me ha vuelto a pasar con Las niñas perdidas. Pero con esta novela ha sido peor. Aquí las víctimas son niñas pequeñas.

Uñas y dientes. A la niña encontrada le habían arrancado las veinte uñas y todos los dientes y muelas, en total diecinueve piezas. Limpiamente, como en un trámite. No le habían roto los dedos, no había rastro de quemaduras en manos y pies, no habían fracturado tobillos ni muñecas. En fin, no se habían cebado en las extracciones.


La protagonista de la novela es Victoria González, una detective embarazada que dejó el periodismo y se decidió por esta carrera no se sabe muy bien por qué. Un día recibe un anónimo con una suculenta cantidad de dinero que le anima a investigar qué ha pasado con dos hermanas, desaparecidas, una de ellas encontrada muerta y terriblemente torturada. Dicho así, esta parece la típica historia en la que la protagonista solo puede ser mujer, y encima embarazada, para dar ese toque sentimentaloide al que las escritoras del norte de Europa nos tienen acostumbradas. Pero que nadie se lleve a engaño: es una historia con una cantidad de violencia como no he leído en mucho tiempo, donde las principales víctimas son las mujeres, las niñas y los animales. Animales, sí, que la propia Victoria González se encarga de matar como manera de descargar su rabia. Esto, claro está, a la vez que siente arranques de ternura hacia la criatura que va a tener, mientras se acaricia la tripa y se dice que ella va a ser una buena madre. O no. Pero que lo va a intentar.

Recompuso, por fortuna, su gesto germánico de paleto resabiado y ella se dio cuenta de que había mentido. Sí le hablaba, y no solo mentalmente, a la criatura. Le contaba cosas en voz baja. Desde que supo que era una niña, había entablado con ella un diálogo constante, inconsciente, por el que intentaba ir adelantándole cuál era su mundo, su universo de madre soltera, descreída y metida a detective tras fracasar en tantas otras cosas. El descubrimiento la incomodó. No se había parado a pensar en ello y habría jurado que ella no hacía esas cosas, pero una niña… Una niña se le antojaba lo más indefenso, un ser como ella, o como su madre, un ser humano que nacía desamparado y que así iba a seguir.


Recuerdo cuando conocí a Cristina Fallarás en Gijón, hace ya dos años, y la oí en la presentación de “Así murió el poeta Guadalupe”. La recuerdo hablando de su carrera como periodista, y las dificultades que había tenido, y luego un “yo no soy feminista, pero…” que me hizo mucha gracia. No, ninguna somos feministas, hasta que nos toca pelear lo nuestro. Entonces somos mujeres. Y el mundo, como bien dicen en esta novela, se ceba especialmente con nosotras, qué le vamos a hacer.

Hay tres violencias diferentes, pienso.
Lo digo en voz alta: por mi madre, por mí, por mis hijas. Violencias de tres generaciones sucesivas.
La primera violencia es delicada, líquida, elegante, propia de un mundo de formas y piel de melocotón que ya hemos perdido definitivamente. Violencia muelle. Pequeña molicie criminal. Va por mi madre.
La segunda violencia es química. No viene de afuera, se resuelve desde dentro, pero se obtiene. Violencia adquirida por el desarraigo, la segunda viene del íntimo dolor y del pasmo. Va por mí.
La tercera es la violencia de un mundo navaja, afilado, puntiagudo. Nace de la pérdida total, no conoce las formas ni guarda información genética al respecto. Viene de fuera con crueldad. Es una violencia ejercida por el otro con toda su bestia actuando. Va por mis hijas, mis dos niñas que flotan en esa voluta de mi imaginación.


Esta es una de esas novelas en las que es muy difícil ponerse de parte de cualquiera de los personajes, y de repente llegas a un punto en el que te das cuenta de que no te cae bien ninguno, lo más que puedes sentir es lástima. Pero entonces empiezas a sentir algo de cariño hacia algunos personajes, como Jesús, el ayudante de Victoria, o Genaro, yonqui a quien se le ha encargado matar al asesino de las pequeñas, o incluso la misma Victoria, a quien al final terminas perdonándole hasta lo de matar bichos porque ves que tiene un corazón de oro con las personas, que son al final las que importan. Fallarás tiene ese don de poder expresar en un párrafo lo suficiente para darte una descripción completa del personaje, sin argucias ni trucos de magia. Dice más en unas líneas que mucha gente en toda una vida.

Una arcada la obligó a callar y levantarse de la silla por precaución. ¡Andrea! Era la primera vez que nombraba a la niña y se le aflojaron las piernas. De repente, el encargo era una niña, una niña con el pelo largo que se llamaba Andrea y que era más rubia que su hermana, con el pelo menos rizado, y a juzgar por el gesto de la foto, más responsable o menos risueña. (…) ¿Dónde había metido todo aquello hasta entonces? ¿Qué había pasado hasta ese momento? Los números. Hasta ese momento había conseguido que su encargo fueran dos números, la muertita primera y la muertita segunda, dos números y su cinismo a prueba de bombas, las muertas uno y dos, o muchas veces nada, que no fueran nada.
(…)
–Vicky, Victoria … –Si había fantaseado alguna vez con consolar a su amiga, hacía tanto tiempo, tantísimos años, que aquello le pilló desprevenido. Jamás había tenido que apoyarla, nunca lo habría permitido ella, y lo único que se le ocurrió entonces fue apretarle los brazos con sus manos como alas de salvación–. Vicky, Victoria… –Pero no era una llamada, solo la nombraba por si podía ayudar a rescatarla de aquella sima donde había caído–. Jefa, joder…


Todos los personajes están atrapados en una Barcelona que me niego a creer que exista, porque no puede haber un mundo tan negro, tan oscuro, tan dejado de la mano de dios como el que Fallarás pinta en sus páginas. Es un paisaje que no augura nada bueno y, a riesgo de cargarme el final, eso es exactamente lo que una encuentra en las últimas páginas: nada bueno. Pero no por ello puedes dejar de leer hasta el punto final.

Cristina Fallarás es para mí un ejemplo de que se puede escribir bien en cualquier género, y ella borda el de novela negra. Ya sé que algunos lo descalifican como moda pasajera, pero con escritoras como ésta el futuro está asegurado. Las niñas perdidas es Premio L’H Confidencial 2011, y aún así la he oído anunciar poco, no sé si por española, por mujer, o por novela negra. Podría ser perfectamente un libro de culto, de esos que te relees una y otra vez a ver si por fin descubres ese eslabón que se te escapó y que te da la clave del resto del libro. Aunque ello signifique que tienes que volver a ver las imágenes de las niñas sin uñas y sin dientes de nuevo.

3 comentarios:

cristina dijo...

¡Caray! Muchas gracias.

mientrasleo dijo...

Buenísima disección, y tiene muy buena pinta este libro.
No lo conocía pero voy a investigar un poco, me ha picado la curiosidad.
Un saludo

Ruth dijo...

Hazlo, no te arrepentirás. Pero que te pille con el estómago vacío, por tu bien.