miércoles, 10 de agosto de 2011

La Regenta, Leopoldo Alas, "Clarín"



En los meses de julio y agosto, lo normal en mí es leer libros que yo llamo de “encefalograma plano”, esos en los que puedes tener un diez por ciento de la mente en la historia y un noventa en observar a los mozos que se pasean por la piscina o te hacen ojitos en la terraza. Este verano, ya sea por la mierda de tiempo que ha hecho o porque el estrés del curso no me ha dejado leer libros “con fundamento”, estoy un poco “gafapástica” (permítaseme el palabro) y me está dando por leer libros que normalmente reservo para el resto del año, cuando la cabeza está más activa. El último ha sido “La Regenta”.
Alguno habrá pensando que debo ser hija de alguna reforma educativa malsana para no haber leído esta novela hasta ahora. Nada más lejos de la realidad: la leí cuatro veces a mis tiernos quince años, una por obligación y las otras tres por gusto. Y ahora, veinte años más tarde, no me puedo creer que este libro fuera de lectura obligatoria en tercero de BUP y que yo lo entendiera en aquella época. Por supuesto, no le saqué la miga que le he sacado ahora.
Permitid que haga un breve resumen para los de la LOE:
“La Regenta” es la historia de Ana Ozores, una mujer de finales del siglo diecinueve que está casada, como muchas de su clase y condición, con un hombre mayor del que nunca ha estado enamorada y al que simplemente tiene cariño. Tiene fama de virtuosa, de santa, y por eso Álvaro Mesía, el don Juan del pueblo, el galán que se ha tirado todo lo que lleva faldas, se encapricha en conquistarla. Pero le sale un rival que no esperaba, y no es su marido Víctor: el Magistral, Fermín De Pas, el cura más poderoso del pueblo, el que tiene en su puño al obispo y que ha decidido hacer de Ana Ozores la joya de su corona, su beata más preciada, de la que termina enamorándose perdidamente. Durante toda la novela, Ana se debate entre su amor a Dios y los deseos de la carne, a los que ella jura que nunca cederá, y se agarra al Magistral, su “hermano mayor del alma”, para que la ayude en su lucha. Cuando descubre el amor más que terrenal del cura, el asco de ser el objeto de deseo de un miembro de la iglesia la empuja hacia Álvaro Mesía, que termina siendo su amante para gozo de todas las mujeres que envidiaban a la Regenta y fingían ser amigas suyas mientras confabulaban contra ella.
Contado así (un resumen parco, muy parco, y muy basto), esta novela no parece más que un folletín decimonónico, pero al leer las palabras que escribió Clarín, las descripciones de los personajes, de la lluvia de Vetusta incluso, una se da cuenta de que está ante una obra de arte que no admite adjetivos.

Las nubes pardas, opacas, anchas como estepas, venían del Oeste, tropezaban con las crestas de Corfín, se desgarraban y deshechas en agua caían sobre Vetusta, unas en diagonales vertiginosas, como latigazos furibundos, como castigo bíblico; otras cachazudas, tranquilas, en delgados hilos verticales. Pasaban, y venían otras, y después otras que parecían las de antes, que habían dado la vuelta al mundo para desgarrarse en Corfín otra vez.


No solo son sus palabras y su forma de contar, sino la manera de hacernos ver dentro de los personajes, de mostrarnos, al mismo tiempo, cómo son realmente y cómo les ve el resto, que rara vez encaja. Mesía aparece ante Ana como un galán, un príncipe, un hombre enamorado, pero los lectores y lectoras saben que lo único que Ana representa para él es una conquista, la más bella de su colección y la que más honra le dará, pero una más sin duda.

‘Creo en mí y no creo en ellas’. Esta era su divisa.
Para lo que servía aquel supersticioso respeto que inspiraba a Vetusta la virtud de la Regenta era, bien lo conocía él, para aguijonearle el deseo, para hacerle empeñarse más y más, para que fuese poco menos que verdad aquello del enamoramiento que le estaba contando a su amiguito.
‘Él era, ante todo, un hombre político; un hombre político que aprovecha el amor y otras pasiones para el medro personal’. Este era su dogma hacía más de seis años. Antes conquistaba por conquistar. Ahora con su cuenta y razón; por algo y para algo.


El Magistral, que aparece ante Ana todo bondad y piedad, es en realidad el ser más despreciable de toda la novela, un hombre perverso, malo de veras, egoísta que solo piensa en su propio beneficio.

Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero acabaría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio habían de arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos, sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo… ¿Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios viejos y arruinados de la Encinada que él tenía allí a sus pies? ¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar.


La única en la que coinciden, de alguna manera, acción y pensamiento, es la propia Ana, y es precisamente la que peor parada sale al final. Recuerdo que, allende los tiempos, me sentí fatal por la pobre Ana Ozores y el final de su historia, pero esta vez me he enfadado con ella y su beatería barata, su insistencia en echar siempre la culpa a los demás, su maldita indefensión y necesidad de protección. No me es un personaje simpático; es más, junto al Magistral, quizás sea el personaje que peor me cae (aunque lo cierto es que no se salva ninguno).
En este libro hay ciento cincuenta personajes, más o menos. La edición que yo tengo (una de esas baratas que comprábamos en el instituto, pero que ha durado veinte años, así que tan mala no es) incluye una guía de personajes al principio, guía que más de una vez me ha venido de perlas porque la mayoría de los personajes tienen nombre, apellido y apodo, y nunca se les llama igual. En toda la novela, entre los ciento cincuenta intérpretes, no hay ni un solo personaje que me caiga bien, lo que tiene un mérito increíble; ¿cómo consigues que alguien termine el libro sin sentir empatía por ninguno de los personajes? La sociedad que se pinta en el la novela es despreciable, un verdadero infierno que ahoga a todos sus habitantes, obligándoles a guardar las apariencias constantemente y a poner a parir a todo hijo de vecino (mejor dicho, hija de vecina) en cuanto se dan la vuelta. La misoginia del libro es tal que a ratos tuve que dejarlo y recordarme a mí misma que era una obra de hace más de cien años y que la sociedad era otra; algunos párrafos tienen tal fuerza que se me eriza la piel solo al recordarlos.

(…) Y si el mundo, si los necios vetustenses, y su madre y el obispo y el Papa preguntaban ¿por qué?, él respondía a gritos, desde el púlpito si hacía falta: Idiotas, ¿que por qué mato? Porque me han robado a mi mujer, porque me han engañado a mi mujer, porque yo había respetado el cuerpo de esa infame para conservar su alma y ella, prostituta como todas las mujeres, me roba el alma porque no le he tomado también el cuerpo… Los mato a los dos porque olvidé lo que oí al médico de ella, olvidé que ubi irritatio ibi fluxus, olvidé ser con ella tan grosero como con otras, olvidé que su carne divina era carne humana; tuve miedo a su pudor y su pudor me la pega; la creí cuerpo santo y la podredumbre de su cuerpo me está envenenando el alma… Mato porque me engañó; porque sus ojos se clavaron en los míos y me llamaba hermano mayor del alma al compás de sus labios, que también lo decían sonriendo; mato porque debo, mato porque puedo, porque soy fuerte, porque soy hombre… porque soy fiera…


Todo esto dicho por un cura. Impresionante.
Me ha venido bien releer este libro. Las historias escritas no cambian, pero nosotras y nuestra percepción de esas historias, sí. Recuerdo a un profesor de instituto que me dijo que él no mandaba leer “La Regenta” porque le parecía que se había quedado “antigua”. Me da pena que la gente piense así, sobre todo un profesor. Esta es una obra eterna, aunque hable de tiempos que sí, quedan un poco lejanos. Las pasiones que se reflejan, la falsedad de la gente, del clero, de las clases altas, son intemporales. No sé si sigue siendo lectura obligatoria, pero debería. Por el bien de futuras generaciones.

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