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sábado, 5 de julio de 2008

Historias de cronopios y de famas, Julio Cortázar


Hace un mes más o menos, cuando terminé los exámenes del segundo cuatrimestre y antes de acabar el curso con los críos, acudí a la librería con la intención de comprarme un libro para cada una de las semanas que me quedaban desde ese momento hasta el comienzo del nuevo curso, en septiembre. Durante el año me había hecho una interminable lista de libros que tenía que leer, bien porque fueran autores contemporáneos de los que había leído grandes críticas, bien porque fueran clásicos que me avergonzaba no haber leído. Uno de esos autores que me hacían esconder la cara de vergüenza porque no sabía nada de él más que su nombre era Julio Cortázar. Toda la vida hablando de él y nunca había leído nada suyo. Era el momento de ponerse manos a la obra.
A tientas, pues, porque ya digo que de este hombre no conocía más que su nombre y su fama, cogí un libro de cuentos de la estantería, Historia de cronopios y de famas. Mi intención era tenerlo en la mesilla de noche como amena lectura justo antes de irme a dormir; son cuentos cortos, me dije, qué cosa más agradable antes de cerrar los ojos y desconectar del mundo real. Por supuesto, no había contado con el cansancio del por aquel entonces fin de curso, las excursiones, el estrés de las notas y los exámenes; en resumen, ese agotamiento mental que sólo acepta una dosis de literatura de "encefalograma plano", de esa que se puede digerir con la mente puesta en el dulce sueño que nos espera. Cortázar no es ese tipo de literatura, y no tardé mucho en cambiar el libro de sitio y colocarlo en la estantería de la sala, para dedicarle horas de claridad mental y hermosos cafés bien cargados.
Pero ni todos los cafés cargados del mundo hubieran conseguido que Cortázar y yo nos entendiéramos. Bueno, no sé si él a mí me entendería, pero desde luego yo a él no. Empecé el libro de nuevo, ya que no había comprendido una sola palabra en esas noches que había tratado de adentrarme en esta nueva forma de literatura para mí, y sí es cierto que lo disfruté un poco más. Capté la genialidad de sus situaciones, las irreverencias, el surrealismo; me reí de lo lindo con la familia que se adueñaba de los funerales ajenos; los manuales de instrucciones y las profesiones raras no tienen desperdicio. De todo eso disfruté, sí... Hasta que llegué a lo de los cronopios y las famas. Y no pude seguir leyendo.
Cuando me pasan estas cosas, cuando todo el mundo elogia a un escritor y yo soy incapaz de entenderlo o ver su grandeza, me siento sumamente estúpida e ignorante. También es cierto que, teniendo mi librería a rebosar de otras obras, quizás no tuve la paciencia necesaria para enfrentarme a un estilo de escritura tan distinto al que estoy acostumbrada, pero es que hubo un momento en el que me enfadé con el libro. Sí, ya sé que fue innovador en su tiempo, entiendo por qué es un nombre tan importante en el panorama literario, pero a ratos tuve la sensación de que me estaban tomando el pelo. Cronopio, cronopio, fama, fama... Y yo quería gritar: ¿Qué coño es esto?
No sé, quizás, como dice Doris Lessin (estoy un poco obsesionada con esta autora últimamente), no estoy preparada para Cortázar en este instante. Quizás dentro de unos años lo relea, o lea otra obra, y se convierta en mi escritor favorito. Quizás. Pero de momento me voy a dedicar a otras cosas, porque los cronopios y las famas no son santos de mi devoción. Y habiendo tanto que leer, me da rabia toparme con cosas que no me gustan.
(Lo dicho, al final resultará que soy una inculta de libro, por irónico que suene.)