jueves, 18 de junio de 2009
Marcas de nacimiento, Nancy Huston
Tengo un vicio muy malo que adquirí cuando era apenas una mocosa, y es que no puedo dormirme sin leer algo antes. Cinco minutos, no pido más, pero no consigo amodorrarme si no es acunada por letras, cualquier tipo de letras. A veces elijo libros muy difíciles de leer porque sé que me va a dar el sueño enseguida y así podré acumular más horas de descanso; tengo uno en la mesilla que lleva allí meses, porque no consigo pasar de un par de páginas cada vez que lo cojo, pero es mi colchón para las noches en las que estoy muy cansada. Cuando lo que tengo entre manos es un libro que me engancha, me encanta dormirme pensando en lo que acabo de leer. No es raro que sueñe con la historia, y a la noche siguiente (si es que no me lo he leído de un tirón la primera noche) tengo que hacer un esfuerzo para separar la historia del libro de la historia que yo me he montado en la cabeza.
Ayer terminé Marcas de nacimiento y, más que soñar con la historia, me quedé unos minutos muy largos sin apagar la luz y pensando en lo que acababa de leer. Ya no sólo en el tema, que resumiendo mucho y tratando de no destripar el argumento podríamos decir que hace referencia a los nazis y las aberraciones que estos cometieron, sino en la forma tan estupenda de contarnos una historia que ha ido desarrollándose a lo largo de cuatro generaciones. Los narradores de la historia son cuatro, los cuatro niños y niñas de seis años, pero en momentos muy distintos de la historia. Primero empieza a hablarnos Sol (de Solomon) en el año 2004, y nos encontramos a un niño malcriado e insoportable que a punto estuvo de hacerme dejar el libro del asco que me daba. Aquí ya se nos muestra que hay algo escondido en esta familia, demasiados secretos, demasiados rencores; si no dejé de leer era por la curiosidad que me despertaban las pequeñas miguitas que Nancy Huston iba colocando en el camino. Después nos cuentan la historia de su padre, Randall, en 1982, cuando él también tenía seis años, y más tarde descubrimos a su madre, Sadie, a la misma edad. A estas alturas, mis mañanas eran cada vez más difíciles porque se me hacía muy duro dejar el libro por la noche y abandonar a Sadie y Erra (o Krystyna, o Krysta, o GG), su madre. Pero al final le llega el turno a la última, y la historia de la niña Erra, además de cerrar todos los flecos y aclarar todas las incógnitas que se habían dejado abiertas antes, me deja con la boca abierta y una pena tremenda por haber acabado un pedazo de libro.
La historia está contada desde el final, y es eso precisamente lo que le da la magia que de otra forma la convertiría en otra novela más sobre los nazis y sus barbaridades. Es única, y ha sido un bálsamo después de varios chascos literarios que me hubiera gustado no haber leído; sin duda, uno de mis libros favoritos que va a ir a ocupar su lugar entre Al Este del Edén y Middlesex. La pena es que se haya acabado tan rápido y que yo sea de esas a las que se le tiene que olvidar una historia para poder volverla a leer. Si no, mañana mismo empezaba de nuevo.
domingo, 14 de junio de 2009
Me muero por ir al cielo, Fannie Flagg
La portada no deja lugar a dudas: la autora de este libro es la creadora de Tomates Verdes Fritos, y nos habríamos dado cuenta de ello aunque no lo anunciaran a bombo y platillo con letras casi más grandes que las del título. Para aquellos que leyeron ese primer best-seller, el estilo de Fannie Flagg se les hará familiar, y nunca mejor dicho: su escritura es como los cuento de las abuelas, como si estuvieras en el salón de su casa tomándote un colacao calentito y escuchando sus batallitas. Flagg se centra en los detalles, que describe con minuciosidad pero sin detener la acción, dándote la sensación de estar en el Sur de Estados Unidos rodeado de todos los personajes que habitan un pequeño pueblecito de Missuri. Todo se centra en una mujer, Elner Shimfissle, y en la reacción de un pueblo cuando creen que Elner ha muerto.
No es un libro que te enganche desde la primera página, a no ser que te gusten las historias en las que no pasa nada hasta casi la mitad. La acción se ve detenida constantemente por regresiones y recuerdos, hasta que empiezan a salir a flote pequeños detalles que pican tu curiosidad. Una pistola en el cesto de la ropa, un zapato en una azotea... Pinceladas de un pasado, futuro y presente que no queda completamente claro hasta el último capítulo del libro, como ya ocurriera con Tomates verdes fritos. Quizás ese sea su mayor pecado, el de vivir de las rentas de ese libro; aunque los personajes y la historia no tienen absolutamente nada que ver, el final recuerda demasiado a esa historia para ser casualidad. Es como si a Flagg se le hubieran acabado los ingredientes a la mitad del libro y hubiera decidido echar mano de una receta ya conocida.
No me arrepiento de haberlo leído, pero probablemente no vuelva a comprarme un libro de esta autora. Me gusta su estilo, aunque a veces peque de empalagoso, pero no me gusta leer historias recicladas cuando hay tanta cosa buena esperando ahí fuera. Tomates verdes fritos es uno de mis libros favoritos, pero no me gusta leer la misma cosa disfrazada bajo títulos distintos.
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